¿Cómo comenzaron las Doctrinas?
- PREHISTORIA
- TRAZANDO PLANES
- CONSOLIDAR LA TAREA
- ALMAS VERDADERAMENTE CRISTIANAS
- «ESTO NO ES MI IDEA…»
- AL FIN… EN GIBRALGALIA
- «CUANDO DIOS QUIERE UNA COSA… MANDA LAS PERSONAS Y LOS MEDIOS»
- MARÍA ISABEL GONZÁLEZ DEL VALLE
- ENCUENTRO PORVIDENCIAL
- LA PRIMERA DOCTRINA RURAL
- UNA VOCACIÓN
PREHISTORIA
Cuando el P. Tiburcio Arnaiz S. I., llegó a Málaga en 1912, tanto la capital como el resto de la provincia, debido a varios factores, pasaba por una depresión económica muy grave. Las pésimas condiciones de vida y las dificultades de las clases más pobres fueron campo de cultivo bien abonado para que creciera el malestar y el odio, que no dudaron en aprovechar algunos políticos para fomentar el anticlericalismo, culpabilizando a la Iglesia de muchas de sus desgracias, cuando no de todas.
Varios de los lugares de la ciudad donde más se hacía notar la pobreza, tanto material como espiritual eran “los corralones”. Así llamaban en Málaga a las casas de vecinos que constaban de un patio a cuyo alrededor convivían numerosas familias, cada una de ellas las más de las veces sólo disponía de una habitación. En el patio se guisaba, se lavaba, los servicios eran comunes… mal ali
mentados y sin cultura ninguna, muchos apenas podían sobrevivir, se oían con frecuencia blasfemias y las críticas soeces que son de suponer. En aquel ambiente era difícil que un sacerdote pudiera penetrar, ni siquiera a llevar los Sacramentos a algún enfermo, porque se aventuraba a ser blanco de duros comentarios, antipatías y burlas.
Pero el P. Arnaiz se aventuró, y sufrió en su propia persona la animadversión reinante hacia “los curas”, una vez llegaron a arrojarle una rata muerta. Otro
día, yendo por el Barrio de Santo Domingo, se le acercaron unos jóvenes pidiéndole lo que llevase. Él, muy sereno, les dijo: “Hijos míos, no tengo nada que daros, no llevo nada; sólo tengo el corazón que, si lo queréis, os lo doy”. Y ante semejante prueba de amor, perplejos, se retiraron.
TRAZANDO PLANES
No era el Padre hombre que se arredrase y sintió un enorme deseo de ayudarles en sus desgracias y llevarles el consuelo de la fe. Como muy acertadamente comenta el P. Granero S. I., en la biografía que del siervo de Dios escribió:
“La miseria, la vida inhumana, el oscuro porvenir de tantos marginados le conmovía el alma. Pero aquella increíble… ignorancia religiosa estremecía su espíritu sacerdotal…”
Con penetrante mirada pastoral, agudizada por su ardiente caridad y celo, descubrió un campo amplísimo, no trabajado aún, al que dedicó una atención extraordinaria.
La gracia de Dios le ayudó y supo encontrar, entre algunas de sus dirigidas (varias de ellas pertenecientes a familias adineradas y aristocráticas), almas con sentimientos muy parecidos a los suyos, que bastaba que se les ofreciese la oportunidad de hacer bien a sus semejantes para que pusiesen manos a la obra. Él no era de nadie en particular y lo era de todos, y así pudo hacer de puente entre las distintas clases sociales de la época.
Valiéndose pues, de estas abnegadas colaboradoras, el Padre Arnaiz, siguiendo la descripción que hace el P. Jesús Mª Granero en la citada biografía:
“… trazó sus planes y buscó voluntarias para la ardua tarea. Empezó por un corralón grande, donde vivían gran cantidad de vecinos. Entre tímidas y audaces se presentaban, de siete a nueve de la noche, dos o tres señoras. Primero, naturalmente, causaron sorpresa y excitaron la curiosidad del vecindario. Así durante algunas noches, hasta que, poco a poco, entraban y salían como en propia casa. Reunían primero grupos de chiquillos, y luego de mayores, y les enseñaban, sin más remilgos, los principios elementales del catecismo. Una señora se encargaba de los niños; otra de las mujeres, y, en fin, otra, de los hombres. Para eso se habían procurado una habitación como centro de operaciones. La labor avanzaba muy lentamente, aunque los recelos iniciales se iban disipando. Sobre todo porque las señoras sabían escuchar y resolvían, en lo posible, los problemas materiales y económicos de los vecinos. Cuando ya acudía bastante gente, el P. Arnaiz, se presentaba algunas noches en el corralón y todos lo escuchaban con la boca abierta… les predicaba una pequeña misión. Luego llevaba a los que querían a la Misa y Comunión, que solía celebrarse en la iglesia de San Agustín (donde entonces tenían los jesuitas sus ministerios) o en alguna otra iglesia más cercana…”
El método que seguían las catequistas del P. Arnaiz en estas improvisadas aulas, era el que él mismo les indicaba, con gran caridad y constancia iban enseñando las primeras letras, a leer, a escribir, a hacer las cuentas más sencillas y las nociones de la religión, lo más elemental: las verdades de la existencia de Dios, del alma, de la necesidad de salvarse, etc. En unos dos tres meses la disposición de la gente había cambiado y acogían con verdadero deseo la predicación del misionero.
Consolidar la tarea
Pero su tarea no terminaba aquí, pues después de estas sencillas misiones: “… Contrataba una maestra a propósito,… se instalaba en la habitación convertida en aula. Allí la gente menuda, y aun los mayorcetes…, continuaban su aprendizaje, leer, escribir y hacer cuentas. Y, además seguían escuchando los rudimentos del catecismo. Con paciencia y con el tiempo el corralón se iba transformando, o al menos perdía buena parte de su primitivo salvajismo. Las señoras caían por allí de cuando en cuando para afianzar su tarea civilizadora y cristianizante… cada corralón y cada miga se enredaba muy pronto en mil problemas de parejas que se querían casar, bautismos por hacer, colocaciones de obreros parados, juzgados de guardia, papeles en la vicaría y en las parroquias, etc. En fin, toda esa baraúnda de enredos que cualquiera sabe de memoria por poco experto que sea en este tipo de apostolado…”
El Padre hubo de buscar la forma de mantener aquellas maestras que quedaban en las migas, que, aunque de conciencia y espíritu cristiano, había que remunerar económicamente. Colaboraron en esto el Apostolado de la Oración y personas particulares que no quisieron que quedase su nombre ensalzado. En una carta a dos de sus catequistas, Emilia Werner y Concha Heredia, en Septiembre de 1918 les dice:
“Vayan preparando las cosas para que, al irse Vds. de ahí, quede algo que levante el espíritu, ya sea el Apostolado, ya conferencias, visitas de pobres, doctrinas, escuela dominical o algo que dure con el favor de Dios, mayormente habiendo quienes ya se prestan a ayudarles.”
Una de ellas daba testimonio de la labor realizada en los corralones por el P. Arnaiz con estas palabras: “Admiraba con qué atención y veneración le oían y se aficionaban a él. ¡Qué pronto los ganaba y sentían ellos la influencia de su santidad!… A los dos o tres años de estar en estos trabajos: en los barrios ya no había ninguna muestra de hostilidad a la religión, y en toda clase de gente una gran veneración al Padre, que empezó entonces y bien se ha visto en su muerte”.
Uno tras otro, fueron multiplicándose los corralones cultivados, la mayoría de ellos radicaban en la periferia, pero algunos se adentraban en el mismo casco urbano de la ciudad: Los Cuartos de Granada (en la Alcazaba), en los Corralones de Larios, en el Barrio de Huelin, en El Bulto, en calle Cañaveral, en el Corralón de Sta. Sofía, en Puerto Parejo, Corralón de Chaves y en otra casa en la Calle de los Negros, en la Capilla de San Lázaro, en la de Zamarrilla, en la Capilla de la Farola, en Calle Obando, frente a la plaza de toros, en calle Curadero, en calle Rosal Blanco, en la Goleta, y en unos corralones del Pasillo de la Cárcel, en el Corralón de la Pastora, cerca de San Bartolomé y en otro muy cercano, en el Barrio Obrero y en los Portales de Chacón. En total, alrededor de unos veinte.
Almas verdaderamente cristianas
Estas mujeres fueron almas verdaderamente cristianas, y sin miedo a exagerar se las puede calificar de heroicas, pues actuaban solo movidas por amor a Dios y las alentaba la santidad y el celo del Padre. Renunciaban a su vida cómoda, llena de bienestar y cuidados, y permanecían dedicadas al apostolado, enseñando la doctrina con una abnegación que fue la admiración de cuantos fueron testigos de aquello.
El P. Arnaiz las empleaba también para prepararle enfermos en hospitales y casas. Algunas de ellas incluso se desplazaban a los pueblos durante unas semanas para visitar a los vecinos y preparar el ambiente antes de que fuese el mismo Padre u otro a dar una misión popular. Tres de ellas fueron a vivir a la Línea de la Concepción, en Cádiz y se ocupaban entre otros ministerios en llevar una escuela gratuita para niñas pobres, de este modo procuraban que perdurase el fruto de la misión dada por el Padre Arnaiz, hasta que éste logró que las Hijas de la Caridad pusiesen allí un colegio.
Aunque si bien el Padre les proponía los trabajos a tener en cuenta, y por regla general ellas lo secundaban sin más, sin embargo, siempre las dejaba en gran libertad para variar según sus propias iniciativas, lo que las catequistas viesen oportuno sobre el terreno o la disponibilidad que cada una de ellas tenía.
Durante el tiempo en que descansaban de los trabajos apostólicos vivían en su propia casa o bien, si alguna no tenía familia, en algún asilo que la caridad del padre le proporcionaba. Hay que comprender que a veces surgían dificultades de convivencia, económicas, etc. todo lo había de solucionar él, estaba pendiente de todo y de todas como un verdadero padre. Les inculcaba sin descanso la completa abnegación de sí mismas, el amor sin reservas a Jesucristo y la preocupación absorbente de la salvación de las almas.
Sirva como homenaje a estas valientes mujeres, el dejar constancia de sus nombres, las más asiduas en las doctrinas y catecismos que el P. Arnaiz organizaba en aquellos tiempos: Emilia Werner Martínez del Campo, hermana del Conde de San Isidro, Concepción Heredia Loring, hija de los Condes de Benahavís, Ángeles Macías, había sido religiosa de la Sagrada Familia de Burdeos, Asunción Rocatallada, viuda del Capitán Tous Pastor, Ana Mª Jiménez, Cristina Nemesio, maestra nacional, Carolina, Cecilia León, Carmen García, que destinó toda su fortuna para fundar el Carmelo de Ronda e ingresó en él, Julia Crooke Heredia, Concha Velera, Carmen Gumucio, …
En verano de 1916, cediendo a las insistentes peticiones del Sr. Obispo de Cádiz, el P. Arnaiz fue destinado a aquella ciudad, sus hijos espirituales, entre ellos las “doctrineras”, se sintieron un tanto desamparados, sin embargo, el Siervo de Dios, viendo en todo la providencia divina no dio ninguna importancia al hecho y las siguió animando, a Emilia le decía: “… Las doctrinas Dios las bendice siempre; es su obra; no se fastidien ni se cansen de esa labor”, y con gran libertad de espíritu les aconsejaba que buscasen otros Padres que atendiesen los corralones, ellas así lo hicieron, de hecho a su vuelta de Cádiz, en 1917, dejó este apostolado que, si fue suyo en el origen, ya habían otros compañeros que se ocupaban de él.
«ESTO NO ES MI IDEA…»
Después de la comunión que cerraba una de estas doctrinas malagueñas, mientras buscaban una mujer para ponerla al frente de “la miga”, dijo pensativo el Padre Arnaiz a la mencionada Emilia Werner: “Esto no es mi idea; lo que pienso es que sean señoritas las que vayan por el amor de Dios a poner escuelas en los pueblos y lagares” (cortijadas donde se cultivaba la viña y se hacía el mosto).
A la buena de Emilia, aquello le pareció un imposible, pero el santo misionero replicó:
“Cuando Dios quiere una cosa, todo se hace posible; manda las personas y los medios; si Él lo quiere esto, se hará cuando Él lo tenga dispuesto.”
El Padre llevaba clavado en el alma el abandono de los campos, que en sus continuas misiones por las zonas rurales se le hacía cada vez más patente. En octubre de 1920, camino de una de ellas, yendo al Burgo, a consagrar este pueblo al Sagrado Corazón, vio unas casas desparramadas por el monte y al no ver iglesia preguntó –“¿Qué pueblo es ese?”. Le informaron que se trataba de una aldea perteneciente al municipio de Cártama, aunque, de hecho, quedaba más cerca de Pizarra, y le continuaron explicando que sus habitantes sólo tenían de cristianos el nombre, que iban a Pizarra a bautizarse, a casarse (los que lo hacían), y a enterrar a sus difuntos. Era la llamada Sierra de Gibralgalia, y solo se podía acceder a pie o en bestia, ya que no había camino para vehículo.
En enero de 1921, volvió el Padre Arnaiz por aquellos contornos, a Pizarra, donde predicó una misión, durante la cual se entronizó al Corazón de Jesús en dicho pueblo, y se inauguró para la ocasión, un precioso monumento en la Sierra de Gibralmora, todo ello costeado por el Conde de Puerto Hermoso, D. Fernando de Soto y Aguilar. Desde dicha altura se domina el valle del Guadalhorce y en medio de él se divisa hacia el este, precisamente, la Sierra de Gibralgalia.
Para presidir la mencionada ceremonia, el día doce, subió a Gibralmora el Sr. Obispo, San Manuel González, acompañado de varios sacerdotes y más de cien seminaristas, además de una numerosísima concurrencia. Estando en aquella cumbre, en medio de la devoción del acto que celebraban y de la alegría de la fiesta, el celoso misionero fijó de nuevo los ojos en las casitas diseminadas de Gibralgalia, con la inquietud que lo caracterizaba trató con el Párroco y con el mismo Conde, el asunto de poder ir a visitar dicho lugar, pretendía conocer a sus habitantes y evangelizarlos aunque solo fuese en lo más elemental, y determinaron aprovechar alguno de los días que le quedaban de su estancia en Pizarra.
Al fin… en Gibralgalia
Al fin, el quince, se encaminaron a Gibralgalia los dos jesuitas que habían predicado la misión de Pizarra, el P. Arnaiz y el P. Baldomero Bonilla, acompañados del Conde de Puerto Hermoso, el Sr. Cura y un grupo de amigos, entre los cuales se encontraba doña Elisa Arcos que narró lo ocurrido en dicha expedición:
“La visita había sido anunciada y nos esperaban con grandes muestras de curiosidad, recibiéndonos con grandes demostraciones de satisfacción… Allí nos desplegamos en guerrilla y mientras uno enseñaba a los niños la señal de la cruz, otro se ocupaba de las niñas y el Rdo. P. Arnaiz reunía hombres y mujeres y, bien entre ellos, bien subido a una ventana de la casita principal, les explicaba las verdades fundamentales de la Santa Fe: Dios trino y uno, creador y remunerador, el alma inmortal, la Redención… Se dejó solemnemente entronizado el Corazón de Jesús en casa del alcalde, y numerosísimos concurrentes, postrados ante la sagrada imagen, escuchaban absortos las hermosas oraciones del acto y entonaban el himno ‘Corazón Santo’ que fue muy fácil enseñarles… Al fin fue necesario marcharse, pero prometiendo volver…”
Volvieron pues a subir al día siguiente, y de nuevo se dividieron en pequeños grupos para instruirlos en “lo que era el pecado y su remedio”, luego fueron confesando los niños y ya les iban hablando de la comunión que habían de recibir. Continuaba doña Elisa explicando: “Bien entrada la noche, se dio un descanso, que aprovechamos para comer las provisiones que habíamos llevado, instalándonos en lo alto de un cafetín, pobre y desmantelado, a la luz de un farolillo.
Al terminar, salió por los cerros el P. Arnaiz con la campanilla y cantando el ‘Corazón Santo’ para congregar otra vez al pueblo que acudió presuroso. Se colocó en una ventana un cuadro del Sagrado Corazón con dos faroles a los lados… El infatigable misionero y el Párroco, después de rezar el Rosario… predicaron a aquellos centenares de oyentes…
Cuando llegó el momento oportuno, se hicieron las confesiones de hombres y mujeres… siendo tan numerosas que no se terminaron hasta después de la una de la noche. Después de las dos nos retiramos a descansar… Antes de salir el sol, ya resonaban por aquellas lomas la campanilla del misionero y el himno al Sagrado Corazón, llamando para el acto más hermoso que hemos presenciado en nuestra vida: la primera comunión de un pueblo entero.
Se levantó el altar con los pobres recursos que allí se encontraron, y al amanecer, se celebró por primera vez en aquel paraje el Santo Sacrificio de la Misa, tomando Nuestro Señor Jesucristo posesión de todos aquellos corazones…”
“CUANDO DIOS QUIERE UNA COSA, …
MANDA LAS PERSONAS Y LOS MEDIOS”
Al bajar de Gibralgalia, quedó el Padre Arnaiz gozosísimo por lo ocurrido, pero a la vez profundamente apenado del abandono e ignorancia en que se encontraban. Sin embargo, fue precisamente entonces cuando sonó la hora de Dios, ya que esa misma tarde, al llegar a Málaga, conoció a una mujer extraordinaria, Mª Isabel González del Valle Sarandeses, que sería desde entonces su más fiel colaboradora y la que había de iniciar el sueño que bullía en la mente del misionero, las “Doctrinas Rurales”
Comenzaba el P. Arnaiz ese día, lunes, diecisiete de enero, en el convento de las Reparadoras de la ciudad, una tanda de Ejercicios para señoras. Eran aquellos Ejercicios para “beatas de la séptima morada”, como graciosamente escribía María Pía Heredia, una de sus dirigidas, pues así les dio a algunos por denominar estas tandas, ya que casi todas las que acudían eran hijas espirituales del P. Arnaiz, señaladas por su acendrada piedad y ocupadas en los mencionados trabajos apostólicos.
En el locutorio de Reparadoras, lo esperaba pacientemente María Isabel, la cual había mostrado verdadero interés en entrevistarse con él. El padre dejó hablar a aquella señorita tan expresiva, y dispuesta, según le decía ella misma, a irse de misiones a las islas Carolinas y cuando terminó, sin más ni más, con su fina ironía castellana le dijo el Padre: “¿Y con esos zapatos y ese vestido se va usted a ir a las Carolinas?”. Y continuó:
“¡Qué Carolinas ni Carolinas cuando ahí a dos pasos de Málaga vengo yo de un pueblo donde ofrecí un rosario de cristal a quien supiera hacer la supiera hacer la señal de la cruz y ni uno solo supo hacerla… si de verdad usted quiere trabajar por Cristo yo arreglaré que pueda usted ir a enseñar esas almas. Pero ya hablaremos de eso después!”.
Tenía prisa porque empezaban los ejercicios y le dijo que se quedase y los hiciese. María Isabel, aunque perpleja por el recibimiento que le había dispensado, se puso enteramente a su disposición desde el primer momento.
¿Pero quién era y de dónde venía María Isabel?
MARÍA ISABEL GONZÁLEZ DEL VALLE.
Había nacido en Asturias, en 1889 y pertenecía a una de las más adineradas e influyentes familias ovetenses, era la número doce de quince hermanos. Después de varios avatares y circunstancias de su cómoda vida, recaló en Madrid, y allí, en 1920, a sus treinta años, hizo ejercicios espirituales.
Al tercer día de su retiro, en la meditación de la Magdalena, se presentó al director de dichos ejercicios, el P. Castro S. I., “con los ojos encendidos por las muchas lágrimas que había derramado”, según contaba el mismo P. Castro en su diario, “Su alma se había rendido a Cristo y no de una manera ordinaria. A partir de aquel día pude observar en ella alientos singulares y deseos extraordinarios para desprenderse de todo, morir a todo por seguir a Cristo pobre. Limpia su alma con una detenida confesión general, su preocupación era comenzar cuanto antes dejarlo todo y ver cómo y dónde se consagraría al servicio de Dios”
Ella no sabía dar explicaciones de lo ocurrido, sólo sabía que “se había enamorado de Él sintiéndolo como en sí mismo es…” Era el día 22 de abril de 1921 y no se le olvidaría nunca.
Al salir de Ejercicios estaba como Mª Magdalena, pendiente de los ojos de Jesús y pasaba largos ratos ante el Santísimo, en una iglesia cercana a su casa, amándolo con todo el ímpetu de su corazón ya toda entregada a Él y perdido el sabor de todo lo otro.
Estaba con verdaderas ansias de saber qué era lo que Jesús quería de ella y allí mismo, el Señor Sacramentado le inspiró el pensamiento de que “debería irse de pueblo en pueblo, con su casina a cuestas, dando a conocer a Dios”, y que al Señor le había de dar todo lo suyo, dinero, salud y todo su ser, desde entonces ya no dudó nunca sobre el género de vida que debía seguir. Sin embargo, visitó varias instituciones misioneras y catequéticas y no encontraba el modo concreto, cómo se realizaría su consagración en el servicio de Dios.
Mª Isabel había tomado como director espiritual al mismo P. Castro y por su consejo, se fue a Bélmez (Córdoba), allí, vivían otras dos dirigidas suyas, que se ocupaban en obras de celo, ella las ayudó en catecismos y en varias misiones. Pero aquella forma de vida tampoco la satisfacía.
Mientras tanto, el mencionado Padre fue destinado como misionero a las Carolinas, y pensó que María Isabel podría emplear su dinero en hacer una fundación de religiosas en aquellas Islas e irse con ellas a misionar entre infieles. Cuando el P. Castro ya se marchaba de España, le encomendó que fuese a conocer a Cecilia León, una señorita de Málaga que tenía la misma idea. Mª Isabel inmediatamente fue a entrevistarse con ella pero durante la conversación, comprendió que aunque Cecilia había iniciado los trámites, no llevaría la empresa a término, como así fue.
Encuentro providencial
A pesar de todo buscó la forma de poder hablar de sus proyectos con el director de Cecilia, que resultó ser el P. Arnaiz, y así fue cómo el Señor en su providencia preparó el encuentro arriba mencionado.
Durante los referidos Ejercicios Espirituales María Isabel sufrió bastante, pues el Padre, que no la conocía, iba con “pies de plomo” y quiso probar aquel temperamento que descubría tan vehemente y lleno de cualidades. Sin embargo, ella comprendió por una luz de Dios que era el padre espiritual que le convenía, “Ese es el Padre que yo quiero para ti” sintió que le decía el Señor.
Según el santo misionero les contaba, la Sierra de Gibralgalia estaba en esas mismas condiciones de abandono e ignorancia de Dios que la tierra de infieles, ella escuchaba llena de ardor, estaba dispuesta a ir, e insistía en que la mandase, ¿no era precisamente lo que el Señor le pedía?… que viviese nada más que para darle a conocer entre los que no le conocen… “con su casina a cuestas”.
Al fin el P. se cercioró de que los deseos de María Isabel eran verdaderos y su resolución firmísima. Al ver tanta insistencia y buena voluntad, atormentado por la necesidad apremiante que veía en los trabajos que tenía por los pueblos, no resistía esperar a que se llevasen a cabo los trámites para poder hacer la fundación en las Carolinas, por eso, sin descuidar dicho asunto, pensó que mientras tanto, muy bien podía María Isabel ejercitarse para las misiones trabajando en las doctrinas de los campos, por lo que al finalizar los Ejercicios le dijo que iría, pero habría de esperar hasta que le buscara alguna compañera, ya que no quería mandarla sola.
Comenzaron entonces los planes para ir a Gibralgalia pero tendrían que esperar otro año entero para llevar a cabo sus proyectos. Eran grandes las dificultades que se ofrecían y espantaban por lo pronto a otras de sus más fieles y abnegadas dirigidas… La estancia ya no sería de unas semanas sino quizá meses, el tiempo que hiciese falta, la vida ya no la harían en sus casas sino entre los más pobres y abandonados, prácticamente toda la población vivía en chozas y en unas condiciones de pobreza muy marcadas de las cuales, sin duda iban a participar, las atenciones espirituales iban a ser muy escasas, incluso para oír la Santa Misa habrían de conformarse con los domingos y hacer varias horas de viaje para ello… María Isabel fue la única que se ofrecía sin condiciones y sin ataduras familiares de ninguna clase, porque ya había roto con ellas y se había entregado definitivamente al Señor.
Durante este año de espera, el P. Arnaiz la ocupó en ayudar a otras catequistas que estaban en los alrededores de la capital malagueña, en la Colonia de Santa Inés, después la mandó con las que trabajaban en La Línea, y también a preparar varias misioncitas en núcleos rurales.
LA PRIMERA “DOCTRINA RURAL”
En enero de 1922, después de Reyes, María Isabel y otras tres valientes que se ofrecieron a acompañarla, Julia Crooke Heredia, Carmen Gumucio y Ángeles Macías, emprendieron el camino de Gibralgalia.
En Málaga se levantó una polvareda de críticas y comentarios desfavorables, que corrían no solo por la calle sino también entre los mismos religiosos. Realmente los motivos de estas sospechas y críticas no carecían de fundamento si se miraba desde el punto de vista de la prudencia humana, incluso, buena parte de los que veneraban al Padre y se guardaban de hablar, quedaron perplejos ante el hecho. Parecía todo ello fruto de un celo extravagante, aventurero y muy peligroso.
En aquel pago todo eran chozas o “ranchos”. Las “señoritas”, como comenzaron a llamarlas los sorprendidos serranos, alquilaron la única casa de los contornos, colocaron las camas de campaña en el desván y el resto lo organizaron para vivienda y las clases que querían impartir. Cada una había llevado no solo su cama sino todo lo necesario para su uso. Con cajones vacíos se hicieron unos muebles sobre la marcha, todo muy pobre pero lo imprescindible.
El P. Arnaiz estaba en todo y las alentaba sin descanso:
“Mis buenas Hnas. en Cto. Jesús: Me ruega María Isabel que les ponga algunas letras. Yo nada tengo que decirles de nuevo, si no es que en todas las obras y en cada momento se acuerden que sirven al Señor a quien tantas veces hemos dicho que le queremos dar de lo que tenemos y podemos. Esto pide y eso quiere: que le den a conocer a esas gentes. Él les dará a conocer cuán agradable le es la obra. No escuchen al enemigo, que les pondrá desalientos Quiéranse y cuídense unas a otras, sin fastidiarse; y, con santa libertad, se animen y procuren suavizar las pequeñas dificultades. No teman tanto molestarse unas a otras, pues deberán suponer que ninguna es tan vidriosa y susceptible que se va a ofender por nada, mayormente constándole de la buena voluntad e intención de las demás. No tengo tiempo para más consejos: poco cavilar y mucho trabajar y sacrificarse por el prójimo. Es lo que a Cristo, bien nuestro, le complace y lo que de Vds. desea y espera su affmo. hermano en Cto. Jesús. T. Arnaiz S. J.”
Comenzaron las clases tal como las había planeado el Padre:
“… tres clases diarias. Por la mañana de 9 a 11 para los niños. Por la tarde de 3 a 5 para las niñas y luego las mocitas; y por la noche de 8 a 10 a los hombres.
A todos se enseñaba lo mismo: doctrina, lectura, escritura y cuentas. Se hacían cuatro secciones de media hora; cada maestra enseñaba una cosa y pasaban todas las secciones por todas.
Un niño iba con una campanilla llamando a clase por todo el pueblo; se daba media hora para entrar y mientras llegaban se les enseñaba a cantar. Los cánticos que se les enseñaba son para inculcarles lo que en la doctrina aprenden, como son: el Credo, Si al cielo quieres ir, Tengo un alma que no muere, No he nacido para el suelo, etc. Cuando se acaba de cantar se empezaba la clase ofreciendo las obras del día y pidiendo a Dios luz para conocerle. Cada media hora a toque de campanilla mudaban las secciones…”
Antes de un mes había tal cantidad de gente que las catequistas hubieron de marcharse a vivir a una de las chozas y dejaron toda la casa para las clases.
Aquello no era una comunidad religiosa, ni tenían votos ni compromiso alguno, las que allí estaban, lo mismo que las que trabajaban en otras doctrinas, sabían que el Padre no les había empujado a ninguna a ir, ni quería retenerlas si no tenían aliento para ello, habían ido por su propia voluntad, pero el Padre Arnaiz las conocía muy bien y sabía que no todas tenían arrestos para aguantar una temporada muy larga en la Sierra. Ésta no era una doctrina como las demás, tanto por las condiciones de vida como por las dificultades espirituales
Una vocación
María Isabel fue la única que no se amilanó lo más mínimo porque en esta vida descansó por fin de sus ansias interiores y afanes por encontrar el modo que le hacía sentir el Señor de hacer apostolado. Había dado con lo que Dios quería de ella y estaba contenta en medio de las privaciones materiales (¡eso era lo de menos!) y espirituales. No es que no las sintiese, pero era tanto lo que la llenaba el haber encontrado la voluntad de Dios que pasaba por todo. Para colmo de su dicha, al mes de estar allí, San Manuel González, viendo el sacrificio que hacían, les dio permiso para tener con ellas el consuelo del Santísimo Sacramento. María Isabel instaló en otra chocita con todo el esmero de su corazón enamorado, el oratorio que ella misma tenía puesto en un piso de Madrid.
En la Navidad de ese mismo año ya se había construido una pequeña iglesia que subió a inaugurar el Sr. Obispo. Continuaron varios meses más en la Sierra de Gibralgalia, ésta fue la primera Doctrina Rural.
Las siguientes fueron en Alozaina y Montecorto y así, hasta el curso 2016-2017, se han llevado a cabo doscientas setenta y siete. En medio de estos trabajos escribió el Padre A María Isabel en una ocasión:
“Cuando me ven con pena, sólo es por lo que Vd. dice, que casi nadie busca la gloria de Dios. Y mi deseo es que hicieran cierto un lema que se me ocurría fuera el de Vds., opuesto a una queja de S. Pablo, en este sentido: sólo intercalando un no, que hace la proposición enteramente contraria. Omnes quaerunt (non) quae sua sunt, sed quae Iesu Christi”. (P. Arnaiz)
O sea, que el versículo de Filipenses: “… todos buscan sus propios intereses, no los de Jesu-Cristo.” (Flp. 2, 21), quería el Padre Arnaiz que quedase así para sus “doctrineras”:
“… todas buscan, no sus propios intereses, sino los de Jesucristo.”
En 1926, al morir el P. Arnaiz, algunas de sus dirigidas se fueron retirando, otras continuaron por temporadas colaborando con María Isabel, y dos de ellas sintieron la llamada del Señor a seguir en esta vocación como ella misma la sintió, dejando definitivamente sus casas con una total disponibilidad, fueron las que formaron el núcleo de la Obra de las Doctrinas Rurales, continuadora del espíritu del Venerable P. Tiburcio Arnaiz
“Vivamos nada más que para Él,
para sufrir y hacer redención con Él,
para decir a todos el Padre que tenemos”.
(María Isabel)