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CÓMO COMENZARON LAS DOCTRINAS RURALES

Doctrinas urbanas

Cuando nuestro fundador, el P. Arnaiz, llegó destinado a Málaga en 1912, la capital estaba pasando por una decadencia económica debido a varios factores: la enfermedad de la filoxera en las vides malagueñas, la textil cedía su importancia a Cataluña, la siderurgia no pudo competir con Vizcaya. Donde se palpaba más esta situación de pobreza material y espiritual fue en los corralones. Son casas de vecinos de muy pocos recurso económicos, que constaban de un patio a cuyo alrededor convivían numerosas familias. Para cada una de ellas a veces sólo había una habitación. Los servicios eran comunes. Eran gente mal alimentada y sin cultura. Las blasfemias se oían con frecuencia y era difícil que un sacerdote pudiera entrar para llevarles los sacramentos. A veces les tiraban piedras. El P. Arnaiz sufrió en su propia persona la antipatía reinante en los corralones malagueños hacia los curas, sobre todo cuando un día le arrojaron una rata muerta. Pero no era él como para arredrarse y sentía un enorme deseo de ayudar en sus males materiales y de llevarles el consuelo de la fe. Un día yendo por el Barrio de Santo Domingo, donde ver un sacerdote era motivo de animadversión, se le acercaron unos jóvenes pidiéndole lo que llevaba, con no muy buena intención. El Padre, muy sereno, les dijo: “Hijos míos, no tengo nada que daros, no llevo nada; sólo tengo el corazón que, si lo queréis, os lo doy”. Y ante esta prueba de amor tan grande, ellos se retiraron, dejándole el paso libre.

 

La necesidad

Él, con su penetrante mirada pastoral, agudizada por su ardiente caridad y celo por las almas, descubrió un campo amplísimo, no roturado aún, al que dedicó una atención extraordinaria. Pero poco podía hacer un sacerdote solo en medio de un ambiente como el que hemos descrito. Y comprendió que para esa tarea hacía falta comenzar por lo más exterior y lo más visible: proporcionar a quienes se veían como abandonados del resto de la sociedad un poco de cercanía con quienes les pudiesen aportar algo estimable en su escala de valores. Y pensó en colaboradoras de otro rango social para que les mostrasen su interés y su caridad cristiana,  las encontró sobre todo en las clases más pudientes. La gracia de Dios le ayudó y supo descubrir que, entre las damas y señoritas distinguidas de Málaga, había almas verdaderamente cristianas, con sentimientos muy parecidos a los suyos y que bastaba que se les ofreciese la oportunidad de hacer bien a sus semejantes más necesitados para que pusiesen manos a la obra con una abnegación que fue la admiración de quienes fueron testigos de la transformación de los corralones malagueños. Él no era de nadie en particular y lo era de todos, y así pudo hacer de puente entre los de arriba y los de abajo.

 

 

El método

Pero pensemos lo que suponía para estas colaboradoras renunciar a una vida cómoda, llena de bienestar y sobrada de todo lo que una mujer culta y con medios abundantes les brinda las amistades de igual alcurnia, con sus posibles diversiones y reuniones. Pero supieron escoger entre ese mundo opulento y fácil o el ir a unos corralones, y más adelante veremos que no fue sólo el ir a los corralones, sino también a aldeas y pueblos pequeños a vivir entre pobres, para llevarles la fe y el amor cristiano. Dos de sus más insignes colaboradoras, en esta época, fueron Emilia Werner Martínez del Campo y Concha Heredia Loring.

Comenzó por escoger uno de los corralones mayores, con más número de vecinos, pero pronto esta labor social y apostólica se extendió por todos los otros. Alquilaba una habitación o conseguía del dueño que se  la cediese. Entonces mandaba allí a algunas de estas criaturas abnegadas y excepcionales de que venimos hablando. En número de dos o tres, iban de siete a nueve de la tarde y comenzaba a reunir, primero a la chiquillería, luego a las jóvenes y más adelante a las mujeres y también a los hombres, aunque a estos era el Padre el que les prestaba más atención, como era lógico. Él iba cuando el ambiente estaba ya más adecuado y se podía profundizar más en las cosas del alma. Ellas, con paciencia y constancia, iban enseñándoles las primeras letras, a leer, a escribir, a hacer las cuentas más sencillas y las nociones de la religión, lo más elemental según les explicaba el Padre: las verdades de la existencia de Dios, del alma, de la necesidad de salvarse, etc.

 

El cambio

Poco a poco la indiferencia y la frialdad del principio iban desapareciendo, ante el agradecimiento de ver que había quienes se interesaban por ellos. Cuando se juzgaba ya oportuno, aparecía el P. Arnaiz, hacia el final de la jornada, cuando hubieran vuelto del trabajo los hombres que lo tenían, o los que estaban parados hubieran vuelto de su callejear aburrido. El Padre les enseñaba lo mismo que las señoras, pero con esa impronta suya de bondad y humildad, y, siendo hombre y sacerdote, les causaba a todos más admiración. Llegaba el momento en que le esperaban con verdadero interés.  Una vez caldeado el corazón de aquellas pobres gentes e iluminada, en lo más necesario, su inteligencia, el Padre, durante tres noches, les daba una misioncita para prepararles a recibir los sacramentos. Se acudía para le celebración de la Eucaristía, en ese día señalado y para las confesiones y comuniones o bien a la parroquia en cuya demarcación estaba el corralón o a la iglesia de S. Agustín, donde los jesuitas tenían sus ministerios. Había que atender a bautizar a chiquillos todavía sin haber recibido las aguas redentoras, a arreglar matrimonios, a establecer las paces entre quienes andaban enemistados sin apariencia de reconciliación, etc. y, junto con ello, el buscar trabajo para quienes fueran capaces y socorrer económicamente las necesidades más urgentes.

 

Y después ¿qué?

La asistencia a un corralón, hasta sacarlo un poco de lo más profundo duraba unos meses. Pero ahí no terminaba la tarea. Buscaba, entonces, el Padre a una maestra que siguiera yendo cada día para que, en una miga o escuelita unitaria, continuara la enseñanza, que se había comenzado, a los niños y niñas y también a los mayores. Las catequistas han dejado la relación de corralones que se atendieron y en los que tuvieron doctrinas: Los Cuartos de Granada (en la Alcazaba), en los Corralones de Larios, en el Barrio de Huelin, en El Bulto, en calle Cañaveral, en el Corralón de Sta. Sofía, en Puerto Parejo, Corralón de Chaves, y en otra casa allí, en la Calle de los Negros, el al Capilla de San Lázaro, en la de Zamarrilla, en la Capilla de la Farola, en Calle Obando, frete a la plaza de toros, en calle Curadero, en calle Rosal Blanco, en la Goleta, y en unos corralones del Pasillo de la Cárcel, en el Corralón de la Pastora, cerca de San Bartolomé y otro por ese sitio, en el Barrio Obrero y en los Portales de Chacón. En total alrededor de unos veinte.  Nos dice Emilia Werner: “A los dos o tres años de estar en estos trabajos: en los barrios ya no había ninguna muestra de hostilidad a la religión, y en toda clase de gente una gran veneración al Padre, que empezó entonces y bien se ha visto en su muerte”. Hubo que buscar la forma de mantener aquellas maestras que, aunque de conciencia y espíritu cristiano, había que remunerar económicamente. Colaboraron en eso el Apostolado de la Oración y personas particulares que no quisieron que quedase su nombre ensalzado. Su idea era que intentasen dejar algo formado para cuando ellas marchases. En una carta en Septiembre de 1918 les dice a Concha y Emilia: “Vayan preparando las cosas para que, al irse Vds. de ahí, quede algo que levante el espíritu, ya sea el Apostolado, ya conferencias, visitas de pobres, doctrinas, escuela dominical o algo que dure con el favor de Dios, mayormente habiendo quienes ya se prestan a ayudarles.”

En verano de 1916, cediendo a las insistentes peticiones del Sr. Obispo de Cádiz, el P. Arnaiz fue destinado a  aquella ciudad, se deja entender lo doloroso que fue para sus catequistas su marcha, pero el Siervo  de Dios, veía en todo la Voluntad de Dios y estaba muy por encima de los apegos a las cosas de esta tierra. A través de sus cartas siguió animando a estas señoras, en una de ellas a Emilia Werner le decía: “Yo estoy muy agradecido a Vds. Porque lo que hacen las gentes por la gloria de Dios, yo lo tomo como si a mí me lo hicieran, y, como Vds. hacen mucho, tengo muchos motivos… Las doctrinas Dios las bendice siempre; es su obra; no se fastidien ni se cansen de esa labor”. Él les aconsejó que buscaran a otro sacerdote de la residencia para que las atendiera. En una carta a Concha el 10 de enero de 1917 le dice:”no me haya dicho nada, sobre todo de lo que piensan del corralón de Santa Sofía. La escribo por esto principalmente, porque no será bien que suene que se hará la Doctrina cuando y porque yo voy. Comprenda que esto puede lastimar a los Padres de ésa y con razón; pues siendo todos más capaces, más instruidos y virtuosos que yo, parece que me anteponen o, por lo menos, quieren que haga yo lo que ellos mejor pudieran hacer. Otra cosa sería tener la Doctrina preparada con el concurso de algún Padre, y luego, al ir yo, darme parte en aquel trabajo.” A su vuelta de Cádiz en 1917, por delicadeza ni intentó volver al campo que, si fue suyo en el origen, ya estaba ocupado.

 

Pero su idea era otra

Después de la comunión que cerraba una doctrina malagueña, mientras buscaban una mujer que pusiese escuela de párvulos, dice el Padre a la señorita Emilia Werner:

“- Esto no es mi idea; lo que pienso es que sean señoritas las que vayan por el amor de Dios a poner las escuelas en los pueblos.

– Padre, eso no es posible

– Cuando Dios quiere una cosa, no hay imposibles; Él manda las personas y los medios; si Él quiere lo que me imagino, se hará en hora por Él señalada. “

En octubre de 1920 fue a El Burgo a consagrar el pueblo al Sagrado Corazón y al ver unas casas desparramadas por el monte y no ver iglesia preguntó –“¿Qué pueblo es ese?” Le dijeron que se trataba una aldea perteneciente al municipio de Cártama, aunque, de hecho, quedaba más cerca de Pizarra. Que sus habitantes sólo tenían de cristianos el que iban a Pizarra a bautizarse, a casarse, los que lo hacían, y a enterrar a sus difuntos. Era la llamada Sierra de Gibralgalia. Se llegaba a ella solamente a pie o en bestia ya que no había camino para vehículo. En enero de 1921 fue a Pizarra para la misión y consagración del Sagrado Corazón con s su imagen desde la sierra de Gibralmora. Así le escribe a su hermana el 14 de enero de dicho año: “Salí para esta misión, y para el domingo o el lunes volveré a Málaga. Muchas cosas te diría de estas tierras y de la entronización del Sgdo. Corazón en un alto de una sierra, que llaman Gibralmora, y domina una gran de extensión. La hizo el Sr. Obispo. (San Manuel González) Vinieron ciento diez seminaristas y un gran número de sacerdotes, y aquí continuaron todavía los misioneros en casa de los Sres. Condes de Puerto Hermoso, que nos atienden con exquisito esmero.”  Desde allí veía el Padre aquellas casitas diseminadas por la pequeña sierra y tratándolo con el Sr. Párroco y el mismo Conde y acompañado por ellos se decidió a subir a conocerles y evangelizarles, aunque solo fuese en lo más elemental de las verdades de la fe. Lo que ocurrió allí en una noche y en un día no tiene explicación humana. Los reuniría y su palabra llena de unción les llegó al alma. Confesaron y comulgaron los niños y los mayores. Fue la primera comunión de todo un pueblo. La gente era sana de alma, sólo muy ignorantes y, cuando vio el cariño con que se le trataba, a lo que no estaba acostumbrada, se abrió a la gracia de Dios. El Padre volvió a Málaga lleno de gozo por el milagro de la gracia en las almas, pero también volvió con el corazón partido de pena, al tener que dejar a aquellas buenas gentes nuevamente en su soledad. Pero… ¿quién iba a estar dispuesta a querer irse con aquellas almas renunciando a la comodidad, a los auxilios espirituales de misa y comunión, médico, luz, agua, etc? Como él bien dijo “cuando Dios quiere una cosa pondrá las personas y los medios”.

 

María Isabel González de l Valle

Al volver a Málaga el 17 de enero empezaba una tanda de ejercicios en las Reparadoras para señoras, entre ellas sus dirigidas. Allí se encontró con María Isabel González del Valle, la persona que Dios puso en su camino para realizar sus ideales. Era de la alta sociedad de Oviedo, nació en 1889 y era el número 12 de 15 hermanos. Su hermano José María fue a estudiar a Madrid y ella le acompañó para que no estuviera solo. Allí, en 1920, hizo ejercicios espirituales con el P. Castro

En el tercer día de ejercicios, en la meditación de la Magdalena, no sabía dar explicaciones, sólo sabía que “se había enamorado de Él sintiéndolo como en sí mismo es…” Era el día 22 de abril y no se le olvidaría nunca. No veía más que al Señor, estaba loca con Él y no quería ofenderle ni por nada, esa era su preocupación. Una vez le preguntó al padre por una cosa, que si era pecado, este le dijo que mortal no y ella contestó: “Pero es que yo no quiero ofender ya más al Señor, ni mortal ni venial ni nada…” Al salir de Ejercicios estaba como Mª Magdalena, pendiente de los ojos de Jesús y pasaba largos ratos ante el Santísimo, en una iglesia cercana a su casa, empapada de Dios y sintiéndolo internamente, amándolo con todo el ímpetu de su corazón ya toda entregada a Él y perdido el sabor de todo lo otro.

Iba a hacer visitas al Santísimo,  y como estaba con aquellas ansias de saber qué era lo que Jesús quería de ella, allí mismo el Señor le inspiró un pensamiento de que debería irse por esos pueblos de Dios, con su casina a cuestas, dando a conocer su amor. Esto la marcó de tal manera que desde entonces ya no dudó nunca sobre el género de vida que debía seguir. Y su preocupación constante era comenzar cuanto antes a dejarlo todo y cómo se consagraría al servicio de Dios. No la dejaba la idea de esconderse en algún pueblo, donde desconocida y pobre pudiera entregarse a una vida de perfección y ocuparse en adoctrinar a los pobres, se fue a Bélmez (Córdoba) por consejo del P. Castro el 31 de mayo. Allí había dos dirigidas suyas, doña Manuela Berza y su sobrina Magdalena García. Ayudaron al P. Castro en varias misiones, como las de Doña Rama y el Hoyo, pueblecitos cercanos. Cuenta el padre el esfuerzo tan grande que le costaba ir y venir a pie por aquellos caminos difíciles, pero más grande era el deseo que tenía de sacrificarse por Cristo. Aquí se estrenó en el apostolado en el que tanta gloria había de dar a Dios. El P. Castro fue destinado como misionero a las Carolinas, y él pensó que podría unirse a él misionando a los infieles, recibió su primera carta desde allí encomendándole que fuese a conocer a Cecilia León que tenía la misma idea de María Isabel, ésta salió para Málaga a entrevistarse con ella. Pero durante la conversación con Cecilia, ésta le explicó a Mª Isabel que mientras viviese su madre no podría hacer nada y le dio otras razones por lo que comprendió que aunque se iniciaba el proceso, el llevarlo a cabo era cosa vaga y problemática.

 

La hora de Dios

Pero el Señor en su providencia la llevó a Málaga para que conociera al P. Arnaiz que dirigía a Cecilia. La entrevista fue en el locutorio de Reparadoras, era el 17 de enero. El padre la dejó hablar y al expresarle su deseo de irse a las Carolinas, le contestó con su fina ironía: “¿Y con esos zapatos y ese vestido se va usted a ir a las Carolinas?”. Y continuó: “¡Qué Carolinas ni Carolinas cuando ahí a dos pasos de Málaga vengo yo de un pueblo donde ofrecí un rosario de cristal a quien supiera hacer la supiera hacer la señal de la cruz y ni uno solo supo hacerla… si de verdad usted quiere trabajar por Cristo yo arreglaré que pueda usted ir a enseñar esas almas. Pero ya hablaremos de eso después!”. Tenía prisa porque empezaba la tanda de ejercicios y le dijo que se quedase y los hiciese. Mª Isabel, aunque perpleja por el recibimiento que le había dispensado el padre, se puso enteramente a su disposición desde el primer momento porque comprendió por una luz de Dios que era el director que le convenía. En una de las primeras pláticas o sermones sintió que el Señor le decía interiormente: “Ese es el padre que yo quiero para ti”.

Al ver tanta insistencia y buena voluntad y con su corazón de apóstol atormentado por la necesidad apremiante que había visto en la Sierra, el padre no resistía esperar a que se llevasen a cabo los trámites para poder hacer la fundación en las Carolinas y tampoco Mª Isabel era alma como para resistir mucho en este sentido.

Por eso, aunque no descuidasen el asunto, si verdaderamente esa era la voluntad de Dios, mientras tanto muy bien podía Mª Isabel ejercitarse para las misiones trabajando en las doctrinas y al terminar los Ejercicios le dijo que se esperase hasta que le buscara alguna compañera, pues no quería mandarla sola.

Mª Isabel se volvió a Bélmez y conforme a su manera de proceder en todo, despidió a su criada y comenzó a levantar la casa escribiendo inmediatamente para comunicarle al P. Arnaiz que estaba disponible. Al llegar a Málaga se instaló en el asilo de san Manuel, pero apenas le dio tiempo a soltar los “bártulos” que llevaba pues el P. Arnaiz la mandó a ayudar a otras catequistas que estaban en la Colonia de Santa Inés. En una carta a Ángeles Macías y a Asunción Rocatallada el mismo padre les dio la noticia: “Mª Isabel se ha establecido desde hoy en la Colonia, en la casa de ustedes. Ha llevado algunas cosas por consejo mío. Antes que ustedes vengan ya habrá terminado aquello, será cosa de dos o tres semanas. Aquello va muy bien, dará una misioncita el padre superior la semana que viene.”

 

La primera Doctrina

Para enero de 1922 el P. Arnaiz encontró quien acompañara a María Isabel a la doctrina de Gibralgalia y allá subieron ella y tres más. En Málaga se levantó una polvareda de críticas y comentarios desfavorables que corrían no solo por la calle sino también entre los mismos religiosos. Realmente los motivos de estas sospechas y críticas no carecían de fundamento si se miraba desde el punto de vista de la prudencia humana, y si bien es verdad que otra buena parte veneraba al Padre y se guardaba de criticarlo, sin embargo no podía menos que quedar perpleja ante los hechos. Parecía todo ello fruto de un celo extravagante, aventurero y muy peligroso.

Con algunas de las primeras misioneras, años 30

Se alojaron en la única casa de aquellos contornos que habían alquilado por un año pues lo otro eran chozas. Ellas dormían en el desván y lo demás lo compartían entre vivienda y clases. Cada una llevó su cama de campaña y todo lo necesario para su uso. Con cajones vacios se fabricaron al momento cómodas, lavabos, una silla por cabeza, y ya está. Muy pobre pero lo imprescindible.  Aquello no era una comunidad religiosa, ni tenían votos ni compromiso alguno, las que allí estaban, lo mismo que las que trabajaban en otras doctrinas sabían que el Padre no les había empujado a ninguna a ir, ni quería retenerlas si no tenían aliento para ello, habían ido por su propia voluntad, pero el Padre las conocía muy bien y sabía que no todas tenían arrestos para aguantar una temporada muy larga en la Sierra. Ésta no era una doctrina como las demás, tanto por las condiciones de vida como por las dificultades espirituales. Mª Isabel fue la única que no se amilanó lo más mínimo porque en esta vida descansó por fin de sus ansias interiores y afanes por encontrar la fórmula que sentía de apostolado. Comprendió que había encontrado su vocación y ya no dudaría jamás de lo que ha de ser. Había dado con lo que Dios quería de ella y estaba contenta en medio de las privaciones materiales (¡eso era lo de menos!) y espirituales. No es que no las sintiese, pero era tanto lo que la llenaba el haber encontrado la voluntad de Dios en la disposición de su vida que pasaba por todo y por mucho más si cabe en un alma enamorada de Cristo.

Aquella fue la primera Doctrina Rural, se hizo iglesia que fue inaugurada por el Sr. Obispo en Navidad de ese mismo año. Se continuó el curso siguiente. Las colaboradoras de Padre Arnaiz iban y venían pero la que siempre quedaba era María Isabel. Las siguientes Doctrinas fueron en Alozaina y Montecorto y así hasta este curso 2016 han sido 277 Doctrinas. Cuando murió el P. Arnaiz algunas de sus dirigidas se fueron retirando, otras iban colaborando con María Isabel, y otras sintieron la llamada del Señor a seguir esta vocación.

“Vivamos nada más que para Él, para sufrir y hacer redención con Él, para decir a todos el Padre que tenemos”. (María Isabel)

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